Por Andrea Levada.
Dar clases de teatro a niños y adolescentes, más que un trabajo, es un regalo para mí. Además de enseñar, cada día aprendo de ellos.
Mi nombre es Andrea Levada. Comencé a tomar clases de teatro a los doce años y, hoy en día, sé que ha sido una de las mejores decisiones en mi vida. No solo porque es a lo que me dedico actualmente, sino también porque el teatro es sanador, y a pesar de que muchas veces subestimamos a los más pequeños, ellos también necesitan sanar. Y en ese momento, el teatro me ayudó.
Hace cuatro años que tengo la oportunidad de transmitir mis conocimientos y cada clase se convierte en un espacio mágico en donde las preocupaciones se quedan afuera del salón y nos dedicamos a jugar, a pensar, a sentir, a crear lazos afectivos con el otro, a imaginar que nuestra mente y nuestro cuerpo traspasan fronteras, a interpretar desde animales marinos hasta criaturas extravagantes, a improvisar situaciones irreales, a reírnos de cada ocurrencia y a encontrarnos con nosotros mismos.
Las posibilidades a explorar en el teatro son millones y una de las más bonitas es que cada grupo se convierte en una familia. Es en donde nos sentimos libres de mostrarnos como somos, sin juzgar al otro, apoyándonos siempre y corrigiendo los errores día a día, sabiendo que también son parte de la vida. Un lugar seguro en donde aprendemos a observar y a expresarnos.
Después de los juegos y el descubrimiento, llega la mejor parte: el montaje de la obra de teatro. Cada año escribimos un texto especialmente para ellos, repartimos de manera estratégica cada personaje para que muestren sus mejores cualidades y pasamos seis meses trabajando en los pequeños detalles. Este proceso está lleno de compromiso de parte de cada uno de los responsables de esta pieza, y acá es cuando utilizamos la icónica frase: “no puedo, tengo ensayo.”
Pero realmente mi momento favorito es cuando hacemos un círculo agarrados de las manos justo antes del estreno. Es cuando todas nuestras emociones se juntan… los nervios de salir a escena, la alegría por presentarnos, la nostalgia de que llegamos al final del proceso, el cariño que ha nacido entre nosotros… y luego, cuando subo a cabina a ver la función, agradezco cada momento que pasé con mis alumnos, y me siento completamente orgullosa del resultado que lograron.
Dar clases de teatro a niños y adolescentes, más que un trabajo, es un regalo para mí. Además de enseñar, cada día aprendo de ellos… Tengo la posibilidad de guiar a un grupo de alumnos de la mano porque confían en mí, y ustedes me dirán, ¿hay algo más bonito que el que alguien confíe en ti? Ellos siempre me hacen reír, cada clase llegan con un nuevo detalle, un dibujo o una flor: “profe, hice esto para ti.” Y cómo no, me han hecho llorar con esas palabras. No hay nada que me llene más el corazón que la sonrisa de un alumno, y por supuesto, todo esto es gracias a Fábula, que siempre ha sido una gran familia, y que tiene mucho amor para darle a cada uno de sus integrantes.
Octubre 2020