Por: María Fernanda Tovar
Mi familia no solía ir mucho al teatro. De hecho, tengo más recuerdos en una butaca de cine, con el característico olor a cotufas, que en una sala repleta de actores y actrices. Sin embargo, cuando mi colegio en Caracas me dio la oportunidad de ingresar a su grupo teatral, algo en mí tuvo curiosidad. Quería aprender a escribir más que a actuar. Cinco años y cinco montajes más tarde, descubrí que el amor hacia ambas podía ser igual de grande.
Luego de graduarme, me desconecté de ese mundo de telones negros, ejercicios vocales y uno que otro pelón de líneas que lleva al compañero de escena a improvisar. A pesar de mi gran pasión por las tablas, la rutina y exigencias diarias me habían llevado a abandonar las cosas que me llevan a la felicidad; entre cursos, clases, exámenes, trabajos, dinero, falta de dinero…En fin: días agotadores a los que le faltaban un momento para ser libre y, por ende, feliz.
Cuando me monté en un escenario descubrí lo que era: mi esencia, mi voz, mis capacidades y todo lo que mi cuerpo era capaz de hacer cuando mi cerebro, en constante régimen militar, se lo permitía.
Descubrí lo valioso que puede ser observar y lo distante que es de ver; porque cuando vemos tendemos a juzgar sin darnos cuenta. Pero, al observar, damos un verdadero valor a lo que hace el otro.
Observar es lo que hace un niño pequeño cuando su abuelo le muestra el mundo con una mezcla de inocencia prestada y sabiduría adquirida. Observar es saborear nuestro platillo favorito y chuparse los dedos al final, porque siempre es exquisito. Observar es hacer y dejarse hacer por el arte.
Entonces, por estas ganas de volver a descubrir mundos maravillosos, decidí audicionar a La Compañía Élite de Actores de Fábula.
Decidí lanzarme a un vacío en el que “lo peor que puede pasar es que te digan que no”.
Para ese vacío, tuve que preparar un monólogo que implicó ser actriz, directora y asistente de dirección en un mismo momento. Es decir, implicó un estómago con muchos nudos y una garganta con poca voz, pues los nervios de no saber si lo estaba haciendo bien eran indescriptibles.
Espera de resultados.
Un callback.
Algo hice mal.
Pensé en tirar la toalla. En no asistir a la llamada de Zoom que, otra vez, traía la misma sensación de estómago contraído y voz débil. Pero no lo hice. Aprendí las líneas y, a pesar del miedo duplicado, volví a audicionar.
Espera de resultados.
Estás dentro.
El teatro me enseñó que hay que seguir esas ganas internas de hacer lo que nos llena; eso que nos ilumina los ojos y nos calienta el pecho. También me enseñó que hay que ser rebeldes, porque toma mucha gallardía arriesgarse a mostrar lo que somos, pero es indiscutiblemente satisfactorio.
Tal vez no todos estamos destinados a hacer teatro. Es verdad. Pero todos estamos destinados a descubrir lo que nos trae paz y nos enseña tanto con muy poco.
En mi caso, mi paz son las tablas, ¿tú ya conoces la tuya?